Licenciatura en idiomas europeos
IESDA Tlaxcala - ¡El Mundo en tus manos!


  


SEDE: Xochiquetzali 1, Centro - Tlaxcala, Tlax.  - México
Tel. 2464662083 Whatsapp/Telegram +522461729367.- 5616891023.

CENTRO DE ADMISIÓN: 
Pv. las Flores 2, Bello Horizonte, Cuautlancingo, Puebla. +522223960090.​
 

Aviso de privacidad

MI CAMINAR POR EL IESDA

02 Feb 24 - 12:48

Con guante blanco escribo estas líneas; líneas en las que busco que aquel que las lea se entere de mi destrucción y renacimiento. De cómo mi antiguo yo fue destruido entre esas paredes y cómo mi yo actual fue construido. Por eso, las escribo con guante blanco. De gala y en tiempos de festejo, me uno a la celebración de los veinticinco años de mi alma mater, así como, de manera egoísta, me atrevo a contar cómo el Instituto de Estudios Superiores Dante Alighieri me ofreció, más allá de lecciones académicas, lecciones que incluso hoy día dirigen mi vida.
Con paso veloz, el corazón a punto de salir de mi pecho y palabras muertas en mi garganta, di mis primeros pasos en aquella aula. La misma que tú y yo muy seguramente compartimos como primer salón.
El cielo estaba nublado, vi a muchos otros que seguramente serían mis compañeros ir abrigados, mientras que yo… Yo solo iba con mi uniforme escolar del momento; unos pants color mostaza y una playera blanca de manga corta. Quiero pensar que mi indiferencia ante la inclemencia del clima residía en esa primera chispa en mi interior que me mantenía cálida.
Durante días soñé y pensé sin cesar sobre mi porvenir. Tan asustada como me encontraba por mi futuro, no podía hacer más que atormentarme con los escenarios más funestos que una mente joven pudiera maquinar. A final de cuentas, era el último peldaño antes de la vida laboral.
Los meses pasaron; casi como agua entre mis manos es que los vi correr y con ello, la pequeña chispa dentro de mí buscó más que consumir.
En mi primer día de clases, probablemente uno de los que más recuerdo, llegué primera al salón, tomé asiento al frente pues mi miopía así lo demandaba y, entre el tamborileo de mis dedos sobre la paleta y el incesante movimiento de mis piernas, es que escuché a los demás arribar. Los observé y escuché desde mi lugar, incapaz de hablar o acercarme para socializar, pues nunca he sido una persona que pueda llamarse a sí misma extrovertida;
pero, eso no me impidió disfrutar de su compañía, de sus voces llenas de entusiasmo, de sus temores compartidos, de sus charlas animadas con las que, sin que ellos lo supieran, yo también estaba de acuerdo en su mayoría. Miedo. Nervios. Ansiedad. Emoción. Intriga. Curiosidad.
Un mundo de emociones que, conforme los días y las semanas pasaban, poco a poco alimentaban aún más esa chispa que ahora ardía débilmente dentro de mí, aunque seguía sin ser suficiente. ¿Alguna vez ha sido suficiente?
No.
Pues una vez probé las mieles de las lecciones, no pude evitar buscar más. Aun cuando era una principiante en una rama tan amplia y bondadosa como la de las lenguas, fue gracias a maestros y demás personal administrativo que la inmensidad de la misma no terminó por agobiarme, sino por encantarme y hechizarme.
¿Cómo no hacerlo cuando la pasión desbordaba en sus palabras y miradas sin medida alguna a la hora de dar cátedra?
¿Cómo no dejarme llevar por el trato gentil del personal?
Su entusiasmo era simplemente contagioso. Como IESDA, no creo que vaya a haber dos. Su habilidad para desglosar y hacer entendibles tópicos que en primera instancia parecían temibles y que luego terminaran convirtiéndose en tema de debate acalorado, en proyectos que desafiaban la imaginación, en vivencias que dejarían marca en los recuerdos y corazones de cada uno de nosotros, es de lo más admirable que puedo rescatar ahora
mismo. Dulces memorias que llevaré conmigo hasta mi último aliento.
A medida que pasaron los semestres, esa llama me ayudó a destruir mis temores. A dejar de temer a la confusión entre idiomas cuando presentaba examen oral y abrazar y celebrar el cruce de cables. A ya no preocuparme tanto por mi pronunciación y aceptar que todos tenemos “acento”. A que los nervios dejaran de traicionarme cada que teníamos dictados o cuando debía escribir textos en el idioma en turno, porque la única manera de avanzar era tropezando, cayendo, reflexionando y siguiendo adelante luego de sacudirme el polvo.
Pronto, conforme mis muros se fueron derrumbando, entendí el valor y peso emocional de la camaradería; pues en ellos, en mis compañeros, en aquellos a quienes llamo y reconozco como amigos, es que encontré no solo caras conocidas. Sino una pequeña pero muy amorosa familia que compartía conmigo más que solo las preocupaciones por los exámenes parciales y los semestrales, sino también, el amor por los idiomas, la curiosidad y ganas de ver qué hay más allá. Más allá de los cerros, las montañas, los desiertos, el mar…
Y fue de hecho, gracias a ellos, que extendí mis alas. Volé aun con ese fuego interior ardiendo, reclamando cada átomo de mi ser, consumiendo cada recoveco de mi alma hasta que claro, no quedó más de mí. Me hice cenizas, desaparecí totalmente.
Porque sí, verdaderamente las experiencias en el extranjero te cambian en más de una manera. Llegas al punto en el que ni tú mismo eres capaz de reconocerte. Es una oportunidad de reencontrarte si te has perdido o de conocerte a fondo si es que nunca has tenido una buena charla contigo mismo (aquí entre nos, no, hablar contigo mismo no es
motivo de burla y si alguien dice lo contrario, muy probablemente es porque ni esa persona se cae bien). Aprendes más de ti mismo, conoces nuevos límites, tanto físicos como mentales, haces cosas que creíste nunca hacer en tu vida para que así, una vez regreses a tu hogar, mires atrás y pienses en todo aquello que viste, sentiste, odiaste y amaste, y que ahora te acompañarán por el resto de tu vida.
En mi caso, esas mismas añadieron la última chispa a mi fuego y terminaron por destruirme.
Con golpes, fracturas, enfermedades, cansancio y desamparo es que mi cuerpo sucumbió; no obstante, el conocimiento y consejos de mi familia por elección y mis tutores me guiaron para no perderme en medio de mis escombros.
Así fue como, hecha trizas, destruida hasta mis cimientos y sin nada más en la mente y en el corazón, ingresé a mi último año de universidad. Irreconocible, sin pasado ni recuerdos, regresé.
Probablemente para muchos el más temible por motivos académicos. Para otros tal vez por motivos distintos.
Mas, no todo estaba perdido en ese último tramo. A mi lado tuve personas que, aun cuando no estaban conmigo de manera física en muchas ocasiones; me prestaron un hombro, sus oídos y su tiempo en mis horas más oscuras. Me tendieron una mano amiga cuando mis inseguridades empezaban a apoderarse de mis restos, cuando el camino parecía llenarse de sombras perversas que amenazaban con terminar de arrebatar las piezas que quedaban de mí. Y fue entonces, cuando comprendí que no, más allá de verlo como un obstáculo, como un estorbo, un incordio y un insulto a la creación misma, debía verlo como mi último reto, incluso si este venía en presentaciones que a más de uno harían reconsiderar el plantarse frente a ellos, verlos a los ojos y sonreír.
No negaré que me mostré débil, que opté por mantener un perfil bajo, y que en más de una ocasión observé sin poder hacer nada cómo era que mis muros volvían a caer, así como tampoco puedo negar que fue gracias a la comprensión y humanidad de mis maestros que encontré la solución, la manera en cómo poco a poco empecé a construirme de nuevo. A no tener miedo de destruir y volver a construir las veces que fuera necesario. Bien podría
contarla, pero entonces, ¿cuál sería la emoción de descubrirla por ti mismo?
Sé inseguro, cae, tropieza, fisúrate la fíbula en un accidente de carrito de golf, tartamudea, ponte nervioso, suda, llora, grita, enójate, destrúyete y luego, cuando estés seguro de que no queda ni una sola pizca de todo aquel mal rato, reconstrúyete. Presta especial atención a las palabras y lecturas de los maestros, de sus vivencias, de todas aquellas cosas que no están escritas en los libros. Hazte de amigos, incluso si son pocos, escúchalos y déjate
escuchar; piérdete y encuéntrate, frústrate y alégrate, entonces junta todas esas memorias y aprendizajes y crea algo más grande de lo que alguna vez hayas imaginado.
Por último, quiero agradecer a mis compañeros y amigos más cercanos, ustedes saben quiénes son, por colmarme de amor y cariño, por escucharme y estar conmigo, por apoyarme y siempre estar ahí.
Así como también quiero agradecer a la maestra Yana, por escucharme y consolar mis inseguridades antes de ir a mi primer viaje a USA y de contagiarme con su entusiasmo por los idiomas; a la maestra Esther, porque aun cuando no se lo dije comprendí gracias a sus lecciones que debía abrirme más hacia las posturas que chocaran con las mías, a final de cuentas, ¿de qué sirve hablar otro idioma y haber ido a otro país cuando no estás dispuesto a ampliar tu comprensión del mundo?; a la maestra Julie, por su paciencia cada vez que entraba a examen oral y tenía que beber constantemente agua porque la pronunciación de la “r” me secaba la garganta (juro que ya no me sucede) y por la alegría con la que llegaba a darnos clases, haciéndolas más que una clase de gramática y ortografía, un choque
cultural que te dejaba con ganas de saber más; al maestro Salvatore, porque hacía de cada clase algo memorable al contarnos sobre sus vivencias o deslumbrarnos con su conocimiento en cuanto a latín; al maestro Eloy porque gracias a él dejé de tenerle miedo al alemán; y al maestro Gianni, porque aun cuando de vez en cuando cruzamos caminos, no le he dicho que le agradezco por haber sido mi compañero de actividades marcadas por el
libro, por comprender mis silencios y por darme un respiro en sus clases.
También, a Alfredo y Mari, por guiarme y tenerme paciencia en cuanto a mis numerosas dudas en relación a los distintos trámites propios de la institución así como los pertinentes a la titulación.
Aunque claro, esto no quedaría completo si no mencionara a mis últimos maestros. Después de todo, fueron los que me acompañaron en un año tan poco misericordioso como lo fue el 2020. Como mención especial es que los he dejado aquí, para cerrar con broche de oro; al maestro Alex, por mostrarme el valor de las promesas, el peso de las palabras y por su empatía; al maestro Paolo, por recordarme que en este mundo el silencio dice mucho más que cualquier palabra en el mundo y que a veces es mejor dejar de lado aquello que no es prioridad; y al maestro Gaspar junto con mis compañeros de salón, porque gracias a ellos en conjunto es que entendí el concepto de “mantener el temple.”

LIC. KARLA MARIANA AYALA ALLENDE
Los comentarios han sido deshabilitados.

390069